LAS VENTAS ANTIGUAS CANARIAS

LAS VENTAS ANTIGUAS CANARIAS

En los albores del asentamiento castellano, existía en Canarias un comercio minorista que se caracterizaba por la reventa de artículos previamente adquiridos. Las necesidades básicas de alimentos y vestidos se cubrían gracias a la producción local, si bien las tempranas relaciones comerciales entre el Archipiélago y los mercados europeos contribuyeron a la circulación de mercancía venida del exterior.

Esta circulación se acrecentó con la consolidación de la estrategia comercial librecambista del Puerto Franco, a finales del siglo XIX, la cual aportó un mayor dinamismo al comercio, posibilitando el surgimiento de gran variedad de establecimientos comerciales y la diversificación de los productos de importación, todo ello en estrecha conexión con el mercado europeo de la libra, destino hacia el que se exportaban los productos agrícolas. Comienza así el desarrollo de un tipo de comercio al detalle, amplio y de todo género: la venta tradicional canaria.

La venta: lugar de encuentro y tertulias

Las ventas tradicionales desempeñaron una importante función no económica, ya que, además de servir para el comercio de productos, también funcionaron como centros de información, puntos de contacto entre los vecinos y lugares de esparcimiento. Para la población canaria las ventas–bar permitían mantener las antiguas amistades y establecer nuevas relaciones. Eran lugar de celebración de tertulias vespertinas, en las
que el tendero y la tendera desempeñaban un importante papel como mediadores, consejeros y catalizadores de las inquietudes vecinales.

Tienda de comestibles, abacerías y ultramarinos

Las ventas tradicionales recibieron distintas denominaciones, tales como “tiendas de comestibles”, “expendios”, “abacerías” o “tiendas de aceite y vinagre”, caracterizadas estas últimas porque en el lado del aceite se vendían los alimentos, mientras que en el del vinagre se encontraba la cantina donde “echarse un pizco”. En la década de los 50, estos establecimientos comenzaron a ofertar una mayor variedad de artículos, por lo
que pasaron a recibir la denominación de “ultramarinos”. En ellos se realizaba la venta al por mayor y al detalle, ofreciendo a la población tanto productos alimenticios, como artículos de primera necesidad: indumentaria, calzado, farmacopea, cosmética, mercería, papel, librería, material escolar, ferretería, etc.

La mujer, protagonista de las ventas canarias

Desde que tras la Conquista se produjera el asentamiento de los nuevos pobladores, las actividades del comercio interior minorista estuvieron protagonizadas por las mujeres. Las “vendederas”, “regatones”, “triperas” o “treceneras” —nombres con las que se les denominó en las Islas— eran normalmente mujeres de extracción social humilde que, independientemente de su estado civil, se dedicaban a la venta ambulante o al comercio de menudeo —venta de pan, vino, aceite y otros artículos— como modo de contribuir al sustento familiar. Posteriormente, la atención femenina
tras el mostrador se convirtió en una ocupación bien vista por los cónyuges, de modo que algunos de los que emigraban encargaban a sus esposas abrir una tienda en su ausencia para ayudar a sobrellevar las cargas familiares.

Características de la venta tradicional canaria

Las ventas tradicionales eran explotaciones familiares, con dedicación plena por parte de sus propietarios. Acostumbraban a abrir sus puertas a primera hora de la mañana y las cerraban a primera de la noche. No existía separación entre el lugar de residencia y el negocio. Se elegía para ellas una zona de la casa que estuviera orientada hacia el exterior y fuera baja. En algunos casos, se complementaba con la instalación de un
teléfono público, una panadería o servicios de recolección diversa que luego se ofertaban a los mayoristas —carbón, leña, pinocha, tomates…—.

Las ventas más humildes tenían un mostrador, una balanza de plato, gavetas y estanterías de madera, donde se guardaban y exponían los artículos para la venta. La venta de “aceite y vinagre” se separaba de la de “mercancías secas”, o bien mediante una mampara que dividía el mostrador en dos partes, o bien creando dos salas anexas, comunicadas a través de una puerta. A partir de los años 60 estas salas pasaron a
convertirse en la venta propiamente dicha y el bar.

El bar estaba destinado al consumo de vino, cerveza o coñac. En él también se podían encontrar chochos, aceitunas, sardinas ahumadas, pan bizcochado o tapas de queso, cubiertas estas últimas por una fina tapadera de tela metálica. En ocasiones, esta zona disponía de un espacio con mesas para los juegos de cartas y el dominó.

Las ventas más pudientes estaban constituidas por un salón principal de planta rectangular. Éste se abría hacia el exterior mediante dos o tres huecos y hacia el interior mediante uno o dos. A través de ellos se accedía a la vivienda y al cuarto de la mercancía. El interior disponía de dos zonas: una destinada al público y otra a los productos expuestos para la venta. Ambas se encontraban separadas por un mostrador
de madera o chapa, con huecos acristalados, donde se exponían los productos. Sobre el mostrador podían encontrarse una o dos balanzas de peso, uno o dos estantes de madera y cristal, destinados a la exposición de quesos y embutidos, y un medidor de aceite y otro de petróleo, ambos conectados a sus respectivos bidones. Junto al mostrador se colocaba la báscula para pesar los productos de mayor volumen, como el millo o las papas, que solían amontonarse en sacos.

Adosadas a las paredes había estanterías de madera, con o sin puertas de cristal. Este espacio se distribuía en dos partes: en una se exponían las mercancías no comestibles —jabones, loza, calzado, bisutería, perfumería, mercería, ferretería, material escolar, etc.— y en la otra los alimentos, la farmacopea y las bebidas. Los estantes inferiores se reservaban para el grano y el azúcar, mientras que los superiores se dejaban para los productos envasados y las conservas.

La venta minorista a granel

En las tiendas era común la venta a granel de muchos de los productos. Los granos y el azúcar que se adquirían al por mayor en sacos, se despachaban en un peso inferior al medio kilogramo, envasándose en el momento y con extraordinaria habilidad mediante un papel grueso conocido como “papel vaso”. Para cantidades mayores se utilizaban cartuchos o, en su caso, sacos. En algunas zonas rurales se llegó a fabricar de manera casera el papel para hacer los cartuchos:

“Antes, cuando envolvíamos todo en papel era necesario un mostrador. Hacíamos lo cartuchos a mano. Se hacían con un poco de poliada, con harina y agua caliente, y se pegaba por los lados. La buena vendedora era a la que no se le caía ningún grano. Ahora hay mucho plástico, pero los hombres siguen mirando. Eso siempre ha sido así…”

(Barreto Vargas, en Museo Canario: 1988-1991)

El petróleo y el aceite, productos imprescindibles para el alumbrado y la cocina, que los tenderos adquirían en bidones de 200 litros, se despachaban en botellas y latas, con medidores especiales de acción manual. Las bebidas como el vino, el vinagre, el ron o el coñac, venían envasadas en garrafas y garrafones y se vendían a granel en botellas. Solían estar colocadas en el piso o en los estantes inferiores, debido a su peso y a la mayor facilidad para despacharlas. Los clientes aportaban sus propios recipientes —latas, botellas, sacos…— para su recepción.

La compra y el fiado

Al finalizar la semana, cada familia acostumbraba a realizar una compra de productos de primera necesidad que representaba más del 70 % de su gasto, quedando dinero únicamente para el periódico, el pan y los productos perecederos. Antes de que los comerciantes fueran adquiriendo sus propios medios de transporte, era común ver salir de las tiendas a la gente con cestas en la cabeza o sobre bestias. Otra singularidad de la venta tradicional era la venta a crédito, el popular “fiado”. Solía tener un margen de pago semanal —si el cliente era jornalero— o más dilatado —si era agricultor—, ya que, en este último caso, la deuda se amortizaba cuando se cobraba la cosecha o se vendía alguna cabeza de ganado. Para ello se llevaba un libro de registro de los fiados, donde se iba anotando a lápiz, en la zona de cada cliente, las incidencias: “debe” (fecha y tipo de artículo vendido) y “haber” (fecha y cantidad amortizada).

Bibliografía

BARRETO VARGAS, C. M. Economía y sociedad: a propósito de las ventas en Garafía (La Palma). El Museo Canario: 1988-1991, n. 48, p. 189-207.

FRANCO LÓPEZ, P. J. 2021. Las desaparecidas tiendas de aceite y vinagre, y los puntos de encuentro e intercambio generacional. El Pajar: Cuaderno de Etnografía Canaria, n. 35, p.277-283.

MONZÓN PERDOMO, M. E. 2010. Vendederas en el comercio al por menor en la isla de Tenerife en el Antiguo Régimen. Entre el fraude y el control. En: MORALES PADRÓN, Francisco (coord.). XVIII Coloquio de Historia Canario-Americana, p. 1388-1405.

MONZÓN PERDOMO, M. E. y PÉREZ ÁLVAREZ, A.R. 2017. Comprar y vender en canarias a fines del Antiguo Régimen. Aproximación al comercio al por menor en Santa Cruz de Tenerife (1750-1818). En: HENAREJOS LÓPEZ, J. F.; IRIGOYEN LÓPEZ, A. Escenarios de familia: Trayectorias, estrategias y pautas culturales, siglos XVI-XX.

SUÁREZ MORENO, F. 2009. Las tiendas y venta al detalle en Gran Canaria (1890-1970). InfoNorte Digital, 51 p.